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martes, 28 de febrero de 2012

Horacio Castillo




Generación

Animales de carne y hueso, con un poco de luz irremediable en los ojos,
a veces nos creíamos criaturas heroicas
y corríamos a las plazas. Escuchábamos
bellísimas palabras, las voces se otorgaban idéntico calor
y sentíamos el placer de la acción.
Pero luego, entre ruinas, comienda el pan del sobreviviente,
comprendíamos. Y al salir el sol,
mientras los escarabajos emergían de las piedras,
avivábamos el fuego para ahuyentar la peste
y llorábamos por la siguiente generación.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
de Materia acre, 1974
imagen: s/d



Las nubes pasan sombrías sobre la piedra
donde en vano se buscan rastros de la sangre
que enjugó para siempre la tierra
rica alguna vez en caballos.

Por donde pasaron los enseres
hacia el mar y la guerra
ahora una bocanada como de tumba recién abierta
sale al encuentro del viajero.

Y desde la trerraza, si se mira
la ocre y áspera llanura,
todavía se escucha el luciente bronce
y resplandece el rostro de oro.

Pura ilusión, nostalgia de los hombres
a quienes la inteligencia sosegó el corazón
y no saben ya tensar el arco de la vida.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
de Materia acre, 1974



Ciudadanos: he sido probo. Escrupulosamente hice
lo que la ley no prohíbe y no hice lo que prohíbe,
de tal manera que podéis considerarme un hijo dilecto,
uno más de los que cerraron su oído al motín, el corazón a la aventura.
Cada vez que la ciudad dijo sí, dijeron sí mis labios,
y dije no cada vez que la ciudad dijo no.
¿Quién me ha visto discrepando en las asambleas?
¿Quién conoce la naturaleza de mi causa?
¿Quién se agravia del pro o el contra?
Nadie puede levantar un dedo contra mí,
nadie ofrecer prueba, dar testimonio, torcer hechos, proferir injuria,
y quien lo hiciere atraería sobre su temeridad unánime sanción,
porque nadie, ciudadanos, me conoce como vosotros,
y nadie como vosotros sabe que he cumplido al pie de la letra
ahorrando a la ciudad un verdugo, al porvenir un héroe.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
de Tuerto rey, 1982



Esta intrincada red de ramas y reflejos es nuestro hábitat.
Aquí edificamos, en el fuego. Y una ola más pura que el aire,
más clara que el agua, socava los cimientos.
Abre la ventana: el bosque en llamas.
Pisa el umbral: la vida camina sobre las brasas.
Aquí edificamos, en el fuego. Y alrededor,
un orden nuevo condenado a morir,
un orden viejo condenado a nacer.
Abre la ventana: ceniza celeste.
Aquí edificamos, en el fuego. Y el alma,
como un pavo real, abre su cola en el incendio.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
de Alaska, 1993

lunes, 9 de mayo de 2011

Horacio Castillo




El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010
imagen: William Blake, Caronte y las almas condenadas



Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre los hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha,
pero luego se vuelve cada vez más liviano,
hasta que un día deja de sentirse
y advertimos que ha muerto.
Entonces lo abandonamos para siempre
en un recodo del camino
y trepamos a los hombros de nuestro hijo.

Horacio Castillo, Ensenada, Buenos Aires, 1934 – La Plata, 2010

lunes, 29 de marzo de 2010

Horacio Castillo


Navegante solitario

Desde ahora, cada milla que navegue hacia el oeste
me alejará de todo. Han desaparecido las señales
de vida: ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni una cucaracha zigzagueando en la cubierta.
Sólo agua y cielo, el horizonte destruido,
el mar , que canta como yo siempre la misma canción.
Ni peces, ni pájaros, ni sirenas,
ni esa extraña conversación en la sentina
que el oído percibe en las horas de calma.
Sólo agua y cielo, el rolido del tiempo.
A la noche, la estrella Achernar aparece en la proa;
entre los obenques, Aldebarán; a estribor,
un poco más arriba del horizonte,
Aries. Entonces arrío, duermo. Y la nada,
mansamente, viene a comer de mi mano.

Horacio Castillo, Ensenada, Pcia. de Buenos Aires, 1934
de Alaska
imagen: s/d


Bosque en llamas

Esta intrincada red de ramas y reflejos es nuestro habitat.
Aquí edificamos, en el fuego. Y una ola más pura que el aire,
más clara que el agua, socava los cimientos.
Abre la ventana: el bosque en llamas.
Pisa el umbral: la vida camina sobre las brasas.
Aquí edificamos, en el fuego. Y alrededor,
un orden nuevo condenado a morir,
un orden viejo condenado a nacer.
Abre la ventana: la vida al rojo.
Pisa el umbral: ceniza celeste.
Aquí edificamos, en el fuego. Y el alma,
como un pavo real, abre su cola en el incendio.

Horacio Castillo, Ensenada, Pcia. de Buenos Aires, 1934
de Alaska


Mono llorando sobre una tumba

Aquí la boca se llena de espuma, el oído de truenos,
aquí fracasa la lengua prensil.
¿Pero qué prueba esta piedra? Esta opacidad, ¿qué protege?
La mano que ardió en el interior del hormiguero
acaricia ahora el lomo pardo de lo inerte,
y debajo o detrás, hondo o lejos, algo se eriza,
demasiado callado para no ser, demasiado vivo para ser,
eso que viaja para siempre de silencio en silencio,
hacia silencios que jamás acabarán.

Horacio Castillo, Ensenada, Pcia. de Buenos Aires, 1934
de Alaska