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martes, 13 de marzo de 2012

Rodolfo Hinostroza





Sí, te amo! Y cuando no te amo
vuelve otra vez el Caos.
Shakespeare


“...Cierta vez, en Aleppo,
sí, fue en Aleppo donde me desgracié con ese turco
                                                                       circunso:
le ceñí con sus propias babas, y su lengua morada
                                                   escupió las plegarias,
                                                                   y así
salvé mi vida. Esta vida que tan poco valía, y que hoy
                                                           pesa en tus manos
como un cofre de ébano. Signorina.
                                                   Aunque yo caiga
tumbado sobre un sueño de paz
roto por las matracas de la guerra, nada se habrá
                                                           perdido si es que no
                                                           te he perdido.
Aunque yo caiga sobre los amargos tablones del recuerdo,
y recoja el final de la experiencia, y encuentre que
                                                           sólo es un ave mojada,
y el término y sentido de este viaje se extravíen
            como arras oxidadas de algo que no ocurrió, nada se
                                                                 habrá perdido
si he logrado hacerme amar por ti.
“Moro! por quién has combatido”. “Moro!
Para qué has combatido”, me gritaron los jinetes ociosos
viéndome hablar contigo.  Y en verdad, Signorina,
                                                           después de este
feroz ascenso de flecha malherida, he vuelto la cabeza
por ver a quién servía, y no he encontrado a nadie.
                                                           Pero los tuyos
escupen a escondidas cuando paso, y los míos me
                                                           niegan, y ese callado
impulso de grandeza que me arrancó de esclavos y galeras
ha cesado, y es como si de pronto, en la alta noche
el rumor del mar cesara, despertándonos,
y el helado temor y la premonición trepasen la
                                                           garganta como arañas.
Hacia Chipre, una vez,
un insolente rubio me dijo que yo apestaba a rata. No
                                                           pude sino herirlo
y entonces me arrojaron del barco, y quedé solo otra vez,
por mi olor, por mi piel, por esta mi mirada que
                                   ahuyenta a los búhos.  Y quedé solo
después de haber contado una penosa historia
de brutalidad y miseria, de espanto y gargajos, y una
                                                                 avidez de amor
arriba de la piel, debajo de la piel
tensa como un tatuaje, Signorina...”


Rodolfo Hinostroza Clausen, Lima, Perú, 1941
imagen: s/d



Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?
Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,
sus falangetas, su astrágalo,
su vómer, sus clavículas?
No se habrán confundido
en la Fosa Común
con los de un vagabundo
de esos que abundan en las calles de Lima,
y mueren sin un grito?  Cómo voy a confiar
en que sean éstos los huesos de mi querido padre,
don Octavio, Tachito,
si en la Fosa Común donde lo echaron
puede ocurrirle cualquier cosa
a los huesos de uno?
Su hermano, tío Reynaldo había jurado
encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie
durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,
que se había perdido en la ciudad,
como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.
Todos los días salía, después del desayuno,
a buscar al hermano mayor,
a aquel poeta provinciano,
talentoso, desgraciado y perdido
por los barrios de Lima. Llevaba
una vieja foto de mi padre, amarillenta,
donde aparecía con su pelo ya blanco,
sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas fláccidas
labradas por años de inútiles batallas
contra lo que él llamaba su destino adverso
cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,
dispuesto a enrostrarle a un Dios
                                 en el que no creía,
sus continuos fracasos.
                                         La boca grande, elocuente.
La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,
a rayitas. Esa imagen debió corresponder
a una época feliz, tal vez la de Huaraz,
cuando estábamos todos juntos, mi hermana
mi madre y yo, mucho antes
del divorcio.
Reynaldo la mostraba
a la gente, los interrogaba venciendo
su enorme timidez: “¿Ha visto a este hombre?”
indesmayablemente a pie,
tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,
raso, humilde, cumplido,
indagando en los parques, en los hospitales,
en las estaciones de autobús,
en los mercados,
pues quería encontrarlo,
esa era la misión que se había impuesto
antes que la muerte se lo lleve.
Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo
de un cáncer al estómago,
sin saber que mi padre lo había precedido en el último rumbo,
y no fue sino mucho más tarde que mi hermana
al fin encontró a mi padre
en una Fosa Común del cementerio de Miraflores
donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar
porque nadie había reclamado su cadáver.
La muerte
que con callado pie todo lo iguala
lo había sorprendido en un asilo municipal
donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima
y había muerto, enloquecido y solo,
él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor
que había nacido en cuna de oro.
Siempre pensé que moriría rodeado
como Maese Manrique
de sus hijos, hermanos y criados
reconciliado con su terco destino
y cesaría la angustia
la loca angustia que desorbitaba sus ojos
porque no quería morir como un fracasado
y su muerte le cerraría para siempre
las puertas de La Gloria.
No reposó un instante en vida
acechando a la suerte en todos los caminos,
en todos los concursos,
esperando un cambio del destino
un premio, algo definitivo
que sacase su nombre del anonimato
y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,
sino con la publicación de sus poemas
que eran profundamente hermosos
y cada día más bellos
cuanto más desgraciada era su vida.
Se sentía en deuda
con nosotros sus hijos,
y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban
hasta hacerlo sangrar
como un patriarca loco que ha perdido
el paraíso inadvertidamente
por una mala mano en el tresillo
un mal consejo, o una debilidad de temple
inconfesable.
Entonces quería estar solo, huía
de la familia, se confundía
en Lima entre los vagabundos, le aterraba
y le atraía como un destino escrito
la mendicidad al final del camino. No aceptaba
el rol que todos querían para él:
el del abuelo sabio y respetado
que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió
seguir en la batalla hasta el final,
irse a la calle
esperando un milagro.
Sus despojos
fueron a dar a la Fosa Común,
hasta que el proceso
de putrefacción termine, en cosa de tres años
y sus huesos, mondos, nos fueron entregados
en una caja de zapatos, con una etiqueta identificatoria.
Ahora reposan en el Cementerio el Ángel
en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos
a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño eterno.
La muerte, piadosamente,
ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,
y sus nombres han vuelto a aproximarse
en el silencio de este Camposanto
como cuando se vieron por primera vez
y se amaron.
En ocasiones
mi hermana y yo llevamos flores,
a un sepulcro y el otro,
y todavía sufrimos por su amor desgraciado,
que sin embargo dio maravillosos frutos.


Rodolfo Hinostroza Clausen, Lima, Perú, 1941